Antonio Machado y Soria

A orillas del Duero, el poema machadiano que cumple 110 años

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Lo recalcábamos en el post “Se cumplen 110 años de la llegada de Antonio Machado a Soria” en el último día de abril o el primero de mayo de 1907:  en un poema manuscrito de Antonio Machado de los fondos burgaleses data el poema “A orillas del Duero” el 6 de julio en el cerro de Santa Ana (al que vemos en el óleo machadiano de Rafael de la Rosa de la cabecera de este post).

Uno de sus últimos biógrafos, Ian Gibson, así lo recalca en su obra  Ligero de equipaje:

A ORILLAS DEL DUERO EN CAMPOS DE CASTILLA

Pudo leerse una versión en la revista madrileña “La Lectura” (n.º 110, febrero 1910, con el título «Campos de Castilla») y posteriormente lo inserta en “Campos de Castilla” ( Ed. Renacimiento, 1912).

Mediaba el mes de julio. Era un hermoso día.  
Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía,  
buscando los recodos de sombra, lentamente.  
A trechos me paraba para enjugar mi frente  
y dar algún respiro al pecho jadeante;  
o bien, ahincando el paso, el cuerpo hacia adelante  
y hacia la mano diestra vencido y apoyado  
en un bastón, a guisa de pastoril cayado,  
trepaba por los cerros que habitan las rapaces  
aves de altura, hollando las hierbas montaraces  
de fuerte olor -romero, tomillo, salvia, espliego-.  
Sobre los agrios campos caía un sol de fuego.
 
Un buitre de anchas alas con majestuoso vuelo  
cruzaba solitario el puro azul del cielo.  
Yo divisaba, lejos, un monte alto y agudo,  
y una redonda loma cual recamado escudo,  
y cárdenos alcores sobre la parda tierra  
-harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra-,  
las serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero  
para formar la corva ballesta de un arquero  
en torno a Soria. -Soria es una barbacana,  
hacia Aragón, que tiene la torre castellana-.
 
Veía el horizonte cerrado por colinas  
oscuras, coronadas de robles y de encinas;  
desnudos peñascales, algún humilde prado  
donde el merino pace y el toro, arrodillado  
sobre la hierba, rumia; las márgenes de río  
lucir sus verdes álamos al claro sol de estío,  
y, silenciosamente, lejanos pasajeros,  
¡tan diminutos! -carros, jinetes y arrieros-  
cruzar el largo puente, y bajo las arcadas  
de piedra ensombrecerse las aguas plateadas  
del Duero. -El Duero cruza el corazón de roble  
de Iberia y de Castilla- ¡Oh, tierra triste y noble,  
la de los altos llanos y yermos y roquedas,  
de campos sin arados, regatos ni arboledas;  
decrépitas ciudades, caminos sin mesones,  
y atónitos palurdos sin danzas ni canciones  
que aún van, abandonando el mortecino hogar,  
como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar!

Castilla miserable, ayer dominadora,  
envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora.  
¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada  
recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?  
Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira;  
cambian la mar y el monte y el ojo que los mira.  
¿Pasó? Sobre sus campos aún el fantasma yerra  
de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra.
 
La madre en otro tiempo fecunda en capitanes,  
madrastra es hoy apenas de humildes ganapanes.  
Castilla no es aquella tan generosa un día  
cuando Myo Cid Rodrigo el de Vivar volvía,  
ufano de su nueva fortuna y su opulencia,  
a regalar a Alfonso los huertos de Valencia;  
o que, tras la aventura que acreditó sus bríos,  
pedía la conquista de los inmensos ríos  
indianos a la corte, la madre de soldados,  
guerreros y adalides que han de tornar, cargados  
de plata y oro, a España, en regios galeones,  
para la presa cuervos, para la lid leones.

Filósofos nutridos con sopa de convento  
contemplan impasibles el amplio firmamento;  
y si les llega en sueños, como un rumor distante,  
clamor de mercaderes de muelles de Levante,  
no acudirán siquiera a preguntar: ¿qué pasa?  
Y ya la guerra ha abierto las puertas de su casa.  

Castilla miserable, ayer dominadora,  
envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora.  

El sol va declinando. De la ciudad lejana  
me llega un armonioso tañido de campana  
-ya irán a su rosario las enlutadas viejas-  
De entre las peñas salen dos lindas comadrejas:  
me miran y se alejan, huyendo, y aparecen  
de nuevo ¡tan curiosas!… Los campos se oscurecen.  
Hacia el camino blanco está el mesón abierto  
al campo ensombrecido y al pedregal desierto.

 ORILLAS DEL DUERO EN SOLEDADES…

Ahora bien, resulta que casi con el mismo título “Orillas del Duero” encontramos otro poema machadiano que incorporó apresuradamente en su poemario “Soledades. Galerías. Otros poemas” publicado a finales de 1907, cuando ya erjercía como profesor de francés en el Instituto de Soria, que algunos comentaristas, como Caudet, suponen que estuvo inspirado en su primera visita a Soria a primeros de mayo de 1907 para tomar posesión de su cátedra de francés, aunque no ejercería como tal hasta octubre.

Se ha asomado una cigüeña a lo alto del campanario.
Girando en torno a la torre y al caserón solitario,
ya las golondrinas chillan. Pasaron del blanco invierno,
de nevadas y ventiscas los crudos soplos de infierno.
Es una tibia mañana.
El sol calienta un poquito la pobre tierra soriana.
Pasados los verdes pinos,
casi azules, primavera
se ve brotar en los finos
chopos de la carretera
y del río. El Duero corre, terso y mudo, mansamente.
El campo parece más que joven, adolescente.
Entre las hierbas, alguna humilde flor ha nacido,
azul o blanca. ¡Belleza del campo apenas florido,
y mística primavera!
¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera,
espuma de la montaña
ante la azul lejanía,
sol del día,claro día!
¡Hermosa tierra de España!

 

 

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