Antonio Machado y Soria

(3 parte) 110 Aniversario de Antonio Machado y Leonor Izquierdo en París

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Transcribimos los siguientes párrafos de la estancia parisina de Antonio Machado y su esposa Leonor Izquierdo hace 110 años. Del reportaje “Piedras de Soria y luces de París. Dos años de amor en la  vida de Antonio Machado”, escrito por Miguel Pérez Ferrero, con ilustraciones de Serny, en “La Estafeta Literaria” (Madrid, 15 de abril de 1944).

En los primeros meses de su estancia lo recorren todo, lo ven todo. Antonio halla, renovados, los encantos de la ciudad para la admiración inocente de Leonor. ¡Qué derroche de lujo en los grandes bulevares! ¡Cuánta grandiosidad en los monumentales edificios! ¡Y que belleza en los atardecidos de las plazas románticas y tranquilas, como de provincias, a dos pasos del tránsito alucinante!  El pequeño hotel de la “rúe” Perronet, en el que las ventanas de la habitación que ocupan dan a la calle des Saints Péres, salen cada día como recién nacidos al sortilegio de París. Ni la monotonía de la lluvia que acaricia las oscuras piedras de las fachadas llenas de prestigio, ni el invierno, que se antoja interminable, con sus luces de gas desde las dos de la tarde, rebajan su entusiasmo. Ellos van acoplando la vida con amables ocupaciones, porque Antonio escribe y asiste a cursos relacionados con su condición de profesor, y a otras conferencias que se salen del marco oficial de sus actividades académicas, pero que le inspiran mayor interés y le producen más deleite.

Así escucha las lecciones de Bedier, pero más ávidamente responde a su gran inclinación por la Filosofía y acude a las conferencias de Bergson, que está en la cumbre de la fama, cuando su cátedra del Colegio de Francia rebosa de público hipnotizado por su palabra, y la alta sociedad se le disputa en los salones.

De esta manera se reparte Antonio en sus atenciones diferentes, en las que Leonor ocupa el primer lugar. Mas el poeta acierta a no dispersarse y ano confundir emociones y pensamientos, cuidando muy especialmente, en este instante, de que sus versos no “tengan” filosofía, y de no cantar el amor por su mujer en un poema.

“La tierra de Alvargonzález” se titula lo que Antonio está escribiendo. Es un poema en romance: agrio, duro, descriptivo y psicológico -acaso el ejemplo dramático más revelador de toda su obra poética- de paisaje y gentes de Castilla. Él sabe que la crítica, tan propicia siempre a equivocarse, hablará, cuando lo examine, de elementos folklóricos, y, tal vez, hasta de una vieja leyenda refundida. Pero el poema va brotando de la pura invención, en el ambiente cuya realidad no copia, sino que transfigura, el poeta. Un día, después de haberlo dejado reposar en las cuartillas, lo relee, y piensa que debería añadirlo al libro que tiene en edición Martínez Sierra [Campos de Castilla]. El poema sale en abultado sobre hacia Madrid.

Para julio el matrimonio tiene proyectado un viaje de vacación a Bretaña y, sin embargo, el viaje no se realiza.

Desde la víspera del 14 de julio París se desborda en las calles. El municipio y el comercio pagan las músicas para que todos los habitantes de la ciudad celebren bailando la fiesta nacional. El día amanece con la algazara de los madrugadores, y de los que reciben el alba sin haber dado descansado a los pies. Conforme pasan las horas el alboroto crece y París se convierte en una gigantesca ola humana que no da tregua a su fiebre de danza. A cada paso se alza un tabladillo de orquesta y hasta los más míseros músicos ambulantes tienen, en la fecha, sus guarismos de gloria. Al llegar la noche la urbe brilla pródigamente en todos sus reverberos, suena en todas las notas y se agita inagotable en todos los cuerpos. Es la apoteosis que no quedará cortada de improviso, sino que irá declinando con lentitud durante las veinticuatro horas siguientes.

Mas para el matrimonio es distinto, porque el pañuelo de Leonor se ha vuelto sangrienta amapola, al acercárselo a los labios. De modo súbito, como siempre ocurre con lo tremendo, inesperado, se le ha presentado el vómito, la hemoptisis sin previa amenaza, como si hubiesen desgarrado por dentro, con cien cuchillos, a la delicada mujer.

Alguien ha dicho que no hay amargura más honda que la que se halla rodeada de la ajena alegría. Así es más terrible el lúgubre presentimiento y la desolación de Antonio entre el alboroto que se le mete por su ventana de la rue des Saints Péres, y la angustia de saberse sin auxilio en medio de millares y millares de seres que sólo atienden a regocijarse. Se lanza en el humano mara a la busca de un médico.

Pero ese día no se encuentra un médico en todo París. Se han ido al campo, o han dado orden de decir que no están en casa. Y Antonio apura el trago amargo de su desamparo rodeado de la atroz barahunda callejera.

La mañana siguiente se vista con blancas ropas de enfermera, en un sanatorio de la rue Saint Denis. Al cabo de mes y medio el doctor pregunta al matrimonio cuál es el lugar de su residencia habitual en España, y recomienda la vuelta.

En septiembre, luego de pasar unos meses en Madrid, aprovechando para el traslado instantes que Leonor se muestra un tanto recobrada, entran de nuevo en Soria.

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