Bécquer y Soria
El Más Allá en Soria: La muerte amada en la poesía y cartas de Bécquer
La poesía y prosa más emblemática del Romanticismo español son las que surgieron de la mente y corazón de Bécquer, tan vinculado a Soria ciudad y la zona del Moncayo soriano-aragonés y Campo de Gómara soriano.
Fundamental en su obra es la temática de la muerte junto con el de la amada idealizada o su opuesta (la “mujer fatal”), que a veces se funden y/o confunden.
Los fantasmas de los guerreros-monjes templarios y de la desalmada Beatriz en su leyenda “El Monte de las Ánimas” son el epicentro del llamado “Festival de las Ánimas”, pero la muerte tiene otras consideraciones mucho más profundas, filosóficas incluso, en las Rimas y en otros relatos en prosa, si bien en este post nos vamos a centrar especialmente su su poesía.
Orfandaz clave en su psicología y obra
El 17 de febrero de 1836 nace en Sevilla Gustavo Adolfo Domínguez Bastida Insausti de Vargas Bécquer Bausa, esto es, el poeta conocido como Gustavo Adolfo Bécquer. La Parca le deja huérfano bien pronto: su padre fallece el 26 de enero de 1841 cuando él tenía cinco años y su madre el 27 de febrero de 1847, dejándole con once años de edad. Esta orfandaz infantil será determinante en su vida, según afirma Rica Brown y Luis Lorenzo Rivero.
Para Rica Brown, el desamparo surgido por su orfandaz motivó su búsqueda espiritual: “la inquietud espiritual que es la esencia de la poesía becqueriana tiene formas que parecen haberse iniciado con la idea del desamparo”. A su vez, cuando analiza el contenido de las Rimas, Brown asevera que unos de sus temas básicos es “el destino último del hombre, el sueño y la realidad, la muerte corpórea, la inmortalidad del alma, las regiones celestes, la fe, Dios”.
Por su parte Lorenzo Rivero considera que el recuerdo de su madre muerte acompañó a Bécquer “a todas partes como un fantasma, y cuando en alguna ocasión se encuentra con la muerte delante de sí, al recapacitar en la soledad triste de los muertos, instintivamente se ve ante el cuadro de los funerales de su madre”. Así suceda, añade, en la Rima LXXIII donde sus versos describen las exequias de una hermanita de ocho años de su amigo Nonmbela.
Para Lorenzo Rivero “es su orfandad infantil la causa principal de todos sus pesares, así como también la influencia más decisiva en su carácter pesimista y melancólico. De su situación de ser desamparado le nació su incredulidad en la belleza femenina carnal, su angustia de la vida y esperanza en la muerte como escape a la fatalidad inevitable, su ansia de estar consigo a solas para soñar lo que la realidad el negaba y, por fin, su inmenso temor a la soledad y frialdad del espíritu. En una palabra, la orfandaz es el origen del romántico que habita en Bécquer y que lo lleva tan temprano al sepulcro, donde él cree que se halla la verdadera vida“.
LA MUERTE EN BÉCQUER ADOLESCENTE
Quedarse huérfano tan pronto incidió mucho en su maduración psicológica y poética muy tempranamente, siendo ya adolescente. Meditó desde entonces sobre la muerte y en la singularísima Carta Tercera de sus “Cartas desde su celda” (escritas en el monasterio de Veruela, cabe el Moncayo, donde permanecerieron Gustavo Adolfo y su hermano Valeriano con sus familias de diciembre de 1863 a julio de 1864), lo confiesa así:
“No sé si a todos les habrá pasado igualmente; pero a mí me ha sucedido con bastante frecuencia preocuparme en ciertos momentos con la idea de la muerte, y pensar largo rato y concebir deseos y formular votos acerca de la destinación futura, no sólo de mi espíritu, sino de mis despojos mortales. En cuanto al alma, dicho se está que siempre he deseado que se encaminase al cielo. Con el destino que darían a mi cuerpo es con lo que más he batallado, y acerca de lo cual he echado más a menudo a volar la fantasía...
Cuando yo tenía catorce ó quince años, y mi alma estaba henchida de deseos sin nombre, de pensamientos puros y de esa esperanza sin límites que es la más preciada joya de la juventud … ¡cuántos días, absorto en la contemplación de mis sueños de niño, fui a sentarme en su ribera, y allí, donde los álamos me protegían con su sombra, daba rienda suelta a mis pensamientos y forjaba una de esas historias imposibles, en las que hasta el esqueleto de la muerte se vestía á mis ojos con galas fascinadoras y espléndidas! Yo soñaba entonces una vida independiente y dichosa, semejante a la del pájaro, que nace para cantar, y Dios le procura de comer; soñaba esa vida tranquila del poeta que irradia con suave luz de una en otra generación; soñaba que la ciudad que me vio nacer se enorgulleciese con mi nombre, añadiéndolo al brillante catálogo de sus ilustres hijos; y cuando la muerte pusiera un término a mi existencia, me colocasen para dormir el sueño de oro de la inmortalidad a la orilla del Betis; al que yo habría cantado en odas magníficas, y en aquel mismo punto adonde iba tantas veces a oir el suave murmullo de sus ondas. Una piedra blanca con una cruz y mi nombre, serían todo el monumento…”
Prosigue Bécquer relatando su ensoñación adolescente funeraria en la que los diversos elementos de la naturaleza (rayos del sol, álamos con sus ojas, pájaros, agua del río, musgo, mata de campanillas azules, insectos, etc.) serían los compañeros guardianes de esta tumba a la vera del Guadalquivir (llamado Betis desde la época prerromana a la islámica). Su tumba, nos dice, sería conocida por todos y honrada. Además su ánima seguiría apegada al lugar funerario y captaría todos lo que transcurriera a su lado incluyendo los sutiles cambios naturales del entorno.
Influido por dos poemas funerarios de Esproncesa (“A la muerte de Joaquín de Pablo” y “A la muerte de Torrijos y compañeros“) escribiría a sus once años su “Oda a la muerte de don Alberto Lista“, que más nos parece ser una elegía y que viene a ser el primer poema “sobre la muerte” que tenemos del poeta sevillano.
Cuerpo y ánima
En la misma Carta Tercera confiesa que, siendo ya adulto, paseando por las naves de las catedrales góticas más de una vez deseaba “encontrar la paz del sepulcro en el fondo de uno de esos claustros santos, donde vive el eterno silencio y al que los siglos prestan su majestad y su color misterioso e indefinible.” Y recreaba así cómo sería el sepulcro y su entorno, sin duda también motivado por los sepulcros de Veruela, Fitero, Tarazona, etc…
“Una airosa ojiva, erizada de hojas revueltas y puntiagudas, por entre las cuales se enroscaran, asomando su deforme cabeza, por aquí un grifo, por allá uno de esos monstruos alados, engendro de la imaginación del artífice, bañaría en oscura sombra mi sepulcro: a su alrededor, y debajo de calados doseletes, los santos patriarcas, los bienaventurados y los mártires con sus miembros de hierro y sus emblemáticos atributos, parecerían santificarle con su presencia. Dos guerreros inmóviles y vestidos de su fantástica y blanca armadura velarían día y noche de hinojos a sus costados; y mientras que mi estatua de alabastro riquísimo y trasparente, con arreos de batallar, la espada sobre el pecho y un león a los pies, dormiría majestuosa sobre el túmulo, los ángeles que, envueltos en largas túnicas y con un dedo en los labios, sostuviesen el cojín sobre que descansaba mi cabeza, parecerían llamar con sus plegarias a las santas visiones de oro que llenan el desconocido sueño de la muerte de los justos, defendiéndome con sus alas de los terrores y de las angustias de una pesadilla eterna.”
Finaliza esta Carta Tercera confesando su horror ante la posibilidad de ser enterrado en un nicho y su esperanza en que “lo más valioso” de su ser fenoménico, el espíritu por tanto, libre volase hasta el “Más Allá” (lo deducimos a partir de otras confesiones suyas):
“He aquí hoy por hoy todo lo que ambiciono. Ser un comparsa en la inmensa comedia de la humanidad; y concluido mi papel de hacer bulto, meterme entre bastidores, sin que me silben ni me aplaudan, sin que nadie se aperciba siquiera de mi salida.
No obstante esta profunda indiferencia, se me resiste el pensar que podrían meterme preso en un ataúd formado con las cuatro tablas de un cajón de azúcar, en uno de los huecos de la estantería de una sacramental, para esperar allí la trompeta del juicio como empapelado, detrás de una lápida con una redondilla elogiando mis virtudes domésticas, é indicando precisamente el día y la hora de mi nacimiento y de mi muerte. Esta profunda e instintiva preocupación ha sobrevivido, no sin asombro por mi parte, a casi todas las que he ido abandonando en el curso de los años; pero al paso que voy, probablemente mañana no exist
irá tampoco; y entonces me será tan igual que me coloquen debajo de una pirámide egipcia, como que me aten una cuerda a los pies y me echen á un barranco como un perro.
Ello es que cada día voy creyendo más, que de lo que vale, de lo que es algo, no ha de quedar ni un átomo aquí.”
En esta Carta Tercera, por tanto, vemos cómo a partir de un paseo que realizó por el entorno de Veruela y- tras penetrar en un cementerio de un pueblecito que le mueve a confesar que prefiere los cementerios rurales a los urbanos-, Bécquer nos resume tres estadios psíquicos por los que ha pasado desde su adolescencia a su madurez en torno a las meditaciones y ensoñaciones que ha tenido respecto a cómo sería su tumba, su entorno y su trasmundo. Al final, como leemos, la zozobra que tenía respecto a su cadáver desaparece puesto que ha llegado a la convicción de que sólo el espíritu queda preservado postmortem, que es “lo que vale”, mientras que sus restos funerarios ante su mente ya apenas tienen relevancia alguna, aunque sigue temiendo algo a los nichos.
ESCATOLOGÍA EN “LA PEREZA”
Más filosófica se nos presenta su ensayo sobre la ociosidad en “La pereza”. Inicia su ensayo ensalzando a la ociosidad como don propio de las divinidades y espíritus supremos. La vincula al estado originario de la Humanidad en su Edad de Oro (Satya Yuga), considera que los Bienaventurados gozan con ella en el Más Allá y, aunque desconocedor del concepto oriental taoísta del “No-hacer” (wu wei), en algunos momentos parece mostrar una gran afinidad con su metafísica.
Leamos estos párrafos que seleccionamos de este singular ensayo:
“Yo lo sueño [al Cielo escatológico] con la quietud absoluta, como primer elemento de goce: el vacío al rededor, el alma despojada de dos de sus tres facultades, la voluntad y la memoria, y el entendimiento, esto es, el espíritu, reconcentrado en sí mismo, gozando en contemplarse y en sentirse.
Ésta es la razón por la que no estoy conforme con el poeta que ha dicho: ¡Heureux les morts, éternels paresseux! [¡Felices los muertos, eternos perezosos!]
Esa pereza eterna del cadáver, cómodamente tendido sobre la tierra blanda y removida de la sepultura, no me disgusta del todo; sería tal vez mi bello ideal, si en la muerte pudiera tener la conciencia de mi reposo. ¿Será que el alma desasida de la materia vendrá a cernerse sobre la tumba, gozándose en la tranquilidad del cuerpo que la ha alojado en el mundo?
Si fuera así, decididamente me haría partidario del tan repetido y manoseado “reposo de la tumba”, tema favorito de los poetas elegíacos y llorones, y aspiración constante de las almas superiores y no comprendidas. Pero… ¡la muerte! “¿Quién sabe lo que hay detrás de la muerte?” —pregunta Hamlet en su famoso monólogo, sin que nadie le haya contestado todavía…
… Vamos de una eternidad de reposo pasado a otra eternidad futura por un puente, que no otra cosa es la vida: ¡A qué agitarnos en él con la ilusión de que hacemos algo agitándonos!“
LAS RIMAS DE LA MUERTE COMO DAMA Y SUEÑO
Bécquer se hace eco de una tradición literaria e incluso mística en torno a idealizar la muerte cual si fuera una “hermosísima y atrayente mujer”, tradición “que empieza con Manrique en su Cancionero amoroso, se continúa en la poesía culta y popular, reaparece en la Mística y llega a nuestros días en la poesía machadiana y aún en la poesía mexicana y brasileña actual”, sentencia María del Rosario Fernández Alonso en su ensayo “Interpretación de la Rima LXXIV“.
En su Rima LXXVI caminamos con Bécquer por un templo gótico en el que un sepulcro con la cincelada figura de una hermosa dama en la tapa ante la que cae embelesado y la convierte en alegoría de la muerte como “amada silenciosa” siendo el sepulcro una liberación, el reposo para el sueño definitivo.
No parecía muerta;
de los arcos macizos
parecía dormir en la penumbra,
y que en sueños veía el paraíso.
(…)
La contemplé un momento,
y aquel resplandor tibio,
aquel lecho de piedra que ofrecía
próximo al muro otro lugar vacío
en el alma avivaron
la sed de lo infinito,
el ansia de esa vida de la muerte
para la que un instante son los siglos
Cansado del combate
en que luchando vivo,
alguna vez me acuerdo con envidia
de aquel rincón oscuro y escondido.
De aquella muda y pálida
Mujer me acuerdo y digo:
¡Oh, qué amor tan callado, el de la muerte!
¡Qué sueño el del sepulcro, tan tranquilo!
Si la vida es un sueño al que se despierta con la muerte o al ser consciente de la ilusoria Maya en la filosofía y mística hindú, Bécquer nos lo evoca en la Rima XLVIII con sus últimos dos versos:
Tal vez muy pronto tendré que hacer la maleta para el gran viaje; de una hora a otra puede desligarse el espíritu de la materia para remontarse a regiones más puras. No quiero, cuando esto suceda, llevar conmigo, como el abigarrado equipaje de un saltimbanqui, el tesoro de oropeles y guiñapos que ha ido acumulando la fantasía en los desvanes del cerebro”.
Y en la Rima LXIX:
Al brillar un relámpago nacemos
y aún dura su fulgor cuando morimos;
¡tan corto es el vivir!
La Gloria y el Amor tras que corremos
sombras de un sueño son que perseguimos;
¡despertar es morir!
La vida como sueño queda puesta de manifiesto en la Rima LXXX de esta forma:
Es un sueño la vida,
pero un sueño febril que dura un punto;
Cuando de él se despierta,
se ve que todo es vanidad y humo…
¡Ojalá fuera un sueño
muy largo y muy profundo,
un sueño que durara hasta la muerte!…
Yo soñaría con mi amor y el tuyo.
La muerte igualmente es protagonista en la ya citada Rima LXXIII sobre las exequias de una adolescente, Rima XXXVIII (Antes que tú moriré), Rima LXI (Al ver mis hora de fiebre) y, velada y sutilmente, en la Rima LXXIV (Las ropas desceñidas)...
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