Bécquer y Soria

San Juan de Duero. A la memoria de Gustavo A. Bécquer

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SAN JUAN DE DUERO A la memoria de Gustavo A. Becquer

ANTONIO PEREZ-RIOJA

(Recuerdo de Soria, núm. 3, 2º época., 1892, 35-37)

Nota de la dirección de Recuerdo de Soria.: Este artículo vio por primera vez la luz pública en 1881, y al reproducirle hoy en las páginas del RECUERDO lo hemos creído todavía de oportunidad, pues si bien se han llevado posteriormente a cabo en San Juan de Duero algunos pequeños reparos como el de la techumbre del templo, y ya no tiene lugar allí la horticultura, habiendo pasado las llaves del edificio a manos del Jefe de la sección de Fomento, merece que se haga más, bastante más para que esa joya artística se conserve en mejor estado, viniendo todos y cada uno de los sorianos obligados a hacer por ella lo que el buen nombre de nuestro país exige reclamando de los Gobiernos que no se quede la cosa en haber declarado Monumento nacional a San Juan de Duero, sino que nos ayuden a engrandecerlo del mismo modo que el Monumento a Numancia que reclama UN SORIANO en páginas anteriores, como ya lo hicimos nosotros aunque en malos versos, publicados el año 1887 en el RECUERDO también.

El 28 de febrero de 1881 se publicaba en La Ilustración Española un artículo de Antonio Pérez Rioja en memoria de Gustavo Adolfo Bécquer que se iniciaba como muestra la imagen siguiente y cuya primera parte se recogió posteriormente en Recuerdo de Soria en 1892 (de donde transcribimos el texto)

Mucho preocupaba a nuestro gran poeta el recuerdo y la suerte de esta bellísima joya artística, que va desmoronándose lentamente cerca de los calcinados muros de Numancia.

No puedo olvidar fácilmente la insistencia con que me solicitaba, allá por el año 1866, para obligarme a ser auxiliar y cómplice de sus generosos propósitos, de ad te trozo de feudo o encomienda, patrimonio un día de los caballeros de San Juan de Jerusalém.

El viejo café Suizo [en Madrid] en aquél agudo ángulo envuelto durante el día entre una media sombra, que tiene por frontera, al Norte la mesa tradicional de los economistas, al Este el mostrador desde el que dirige Matossé sus baterías y al Ocaso las puertas de la repostería, era el sitio frecuentemente elegido por el bondadoso Bécquer para departir respecto a su tema favorito conmigo.

El lunático Florez, y el pintor Vallejo; Luis Rivera, y Rico, el dibujante: Hernán, Roberts y el escultor Figueras que por aquel tiempo eran los que, como nosotros, tenían su abono a diario en aquellos veladores, interrumpieron más de una vez los fervorosos coloquios que, principalmente a Dióscoro Puebla, mi severo mentor y compañero de hospedaje, estoy casi seguro que le traían inquieto tal vez pensando que nos ocupábamos de alguno de los modelos que se proporcionaba para su estudio.

Persuasivo era en extremo, y penetraba hasta el alma el lenguaje que el malogrado autor de las Rimas empleaba en sus expansiones íntimas.

Y nunca, sin embargo, logró convencerme de que fuera práctico el pensamiento que acariciaba, del que hacer pretendía nada menos que un Museo provincial de Antigüedades Bellas Artes, al que se llevaran los vestigios desparramados por la comarca procedentes de Uxama y Clunia, Numancia, Voluce y Anqustóbriqa cuando menos, amén de los lienzos del Monasterio de Huerta y otros de que tenía noticia por su hermano Valeriano.

Su imaginación le hacía a veces ver ya con la enumeración consiguiente, instalados dentro del Museo, fragmentos de estatuas, sepulcros é inscripciones, monetarios, armas y otros objetos de bronce, y hasta hachas prehistóricas.

Y era inútil entonces hacerle patentes las insuperables dificultades de tal proyecto, aquí donde teníamos que comenzar tropezando con entidades por lo general ignaras en achaques de ornamentación e indumentaria, tal como su poesía las soñaba.

Las vicisitudes de la vida nos separaron por el año 67, y ya nunca más volví a conversar con aquella privilegiada inteligencia, de corazón y sentimiento tan depurados en la piedra de toque del infortunio.

Cuando volví a Madrid, después de tres años de emigración voluntaria por tierra extranjera, en aquel diván del café Suizo donde el gran poeta había acariciado tantos poemas, encontré en lugar suyo al insigne Casado, pidiendo a los que fueron sus amigos o admiradores el óbolo con que costear la escogida colección dé Leyendas y Rimas, que han sido el pedestal de la gloria postrera de Bécquer.

Por eso al pisar otra vez, después de tantos años de ausencia, estos lugares que él tanto amó y que le inspiraron leyendas tan prodigiosas como la de El monte de las ánimas, no he podido menos de llevar el recuerdo a la melancólica figura del poeta que tantos planes forjó inútilmente en su inquieto pensamiento, para que no se consumara la completa ruina del singular edificio de que voy a ocuparme.

Saliendo de Soria por el antiquísimo Puente en cuyo centro se alzaba en otra época la histórica torre en la que fué cobardemente asesinado por el Alcaide del castillo Juan de Luna, el honrado caballero soriano Hernán de San Clemente, y en la margen izquierda del río Duero por cuyos muros atraviesa el viajero sin poder sospechar siquiera las bellezas artísticas que encierra, que únicamente puede apreciar la vista bien desde la falda del Monte de las ánimas que lo domina por su parte de Levante o penetrando desde luego en su recinto.

Al optar por este último medio, como más seguro para satisfacer cumplidamente el deseo, es indispensable como preliminar enojoso echarse a buscar al guardián del santuario que mora por las inmediaciones, y que a trueque de guardar sus llaves, comienza en su jurisdicción por talar y destruir con su horticultura el precioso atrio que forma el florón más bello del edificio.

Pero esto es poco en comparación del espectáculo que se ofrece tan luego como se pone el pie dentro del templo.

Nunca, ni entre los azares y profanaciones que lleva consigo una lucha civil o una guerra invasora, se habrá podido contemplar lugar sagrado tan desmantelado y siniestro.

El autor de estas líneas había juzgado tal vez exagerado cierto informe dirigido hace algunos años a la Junta provincial de monumentos por una comisión encargada de estudiar su estado, y en el que se consignan estas sentidas frases:

“El rubor sube al rostro y hay que cerrar los ojos, lleno el corazón de amarga pena, cuando el viajero, asombrado a lo vista de tanto abandona dirige justa reconvención a los hijos de Soria. Para vergüenza eterna de un pueblo donde las ilustraciones no escasean, es preciso consignar, porque así es la verdad, que como sangriento pero justo sarcasmo, repiten cuantos visitan este precioso recuerdo de nuestra pasada gloria, que es tal la indiferencia con que mira, que con los restos de los cornisamentos y capiteles de sus notables pórticos, se cierran los portillos de sus ruinosas paredes; que el cultivo de su patio arranca las inscripciones de los sepulcros, y haciendo subir el nivel del suelo cubre los basamentos de su esbelta columnata; ¡y es el colmo de la vergüenza! su iglesia, que venía siendo desde hace muchos años encerradero ganado, hoy ni para esto va sirviendo porque del abandono ha venido como natural consecuencia la ruina de su techumbre, que será total en el próximo invierno si con urgencia no se repara…”

Este informe, en el que se proponen -luego los medios conducentes para la restauración y conservación de San Juan de Duero, ha debido indudablemente ir a aumentar sin más consecuencias el ornado catálogo de algún empolvado archivo.

¡Otra cosa tal vez, de él hubiera sido, a poder esgrimirse como arma electoral siquiera!

De todas suertes, es cierto para mengua nuestra que la sentida pintura del informe aparece con toda la afrentosa verdad dé sus detalles en el histórico edificio, del que por otra parte debemos al sabio profesor y distinguido académico Don Eduardo Saavedra, concienzudo y notable análisis que no ha bastado tampoco, a los llamados en primer término a procurar la conservación de nuestras joyas artísticas, a fijar seriamente en él su atención, a pesar de merecerlo sobradamente.

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