Antonio Machado y Soria
Cuando la poesía se llama Leonor
Cuando la poesía se llama Leonor
Jose Javier Romera Molina
Ya no hay remedio ni consuelo en el corazón del poeta. Leonor llega a un extremo de tal debilidad que no puede andar. La masa muscular comienza a perder tono y se queda reducida, los brazos inmóviles, las piernas acartonadas y sin fuerza para poder sujetar el resto del cuerpo.
Consciente de que Leonor se va consumiendo día a día, Antonio encarga una silla a un carpintero cuando la enfermedad de su esposa comienza ya a mermar su frágil cuerpo. La silla de la enferma de tuberculosis que, quizás con lágrimas en sus ojos, empuja el poeta sevillano por la cuesta del Mirón.
Antonio, roto y desesperanzado, sigue los consejos de los médicos de París que habían recomendado el aire limpio y puro para airear los pulmones de una inválida.
Cuentan algunas crónicas de la época que juntos llegaban hasta la ermita del Mirón dónde, con las puertas abiertas, Leonor rezaba a la Virgen rogándole por su salud. Luego, el poeta la saca a la pradera para que tome el tibio sol de mayo que no llega a calentar. Le lee poemas, libros; le susurra cosas al oído y hasta consigue dibujar a veces una leve sonrisa en sus labios. Antonio se aleja de ella unos instantes y se dirige a un lugar llamado el cerro de los Cuatro Vientos con la excusa de contemplar el paisaje, pero es bien sabido que lloraba desconsolado sin que Leonor pudiese verlo.
Comienza así un doloroso calvario que llevará a Leonor muy pronto a la sepultura, un sabor amargo en el alma del poeta mezclado con el dulce amor a su esposa a quien adoraba. Antonio, en su desconsuelo, deja de fumar; bebe en los mismos vasos en los que había posado sus labios Leonor y hasta se introduce en la boca algunos caramelos que ella había ya degustado a medias.
La muerte prematura e inmisericorde de la joven a las diez de la noche de aquel primero de agosto de 1912, hunde en la tristeza y en la desesperanza al poeta, que una semana después abandona Soria.
Y será en Baeza, cuando consciente de la pérdida irreparable de su esposa, nazcan en su corazón los versos más hermosos y profundos que jamás se hayan conocido en toda su trayectoria literaria. Poesía profunda, desgarradora y llena de esperanza, tal vez guiada por su fe, “porque una fe negativa es también una fe absurda”, como lo explica en una misiva dirigida a Unamuno. “Hoy vive en mí más que nunca y a veces creo firmemente que la he de recobrar. Paciencia y humildad”
Sentí tu mano en la mía
tu mano de compañera,
tu voz de niña en mi oído
como una campana nueva
como una campana virgen
de un alba de primavera.
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