Río Duero en Soria ciudad
El sublime y misterioso Duero en Mario Roso de Luna
El teósofo y escritor extremeño Mario Roso de Luna incorporó el paisaje soriano, y muy especialmente el Duero y el monasterio de San Polo, en su cuento teosófico “La demanda del Santo Grial”, y al parecer estuvo en Soria en agosto de 1905 para observar astronómicamente el eclipse de sol y sabemos que leyó artículos del Noticiero de Soria (1924).
En la segunda parte del citado cuento teosófico, incorporado en su libro “Del Árbol de las Hespérides” (Madrid, 1923) escribe lo siguiente en la sección primera, que titula, precisamente, “El sublime y misterioso Duero”.
Es español a medias el que no haya visitado, con la devoción del morabito a la Meca, esa divina curva del Duero en Soria, que le hace dirigir sus aguas hasta el Oeste y el Atlántico, después de correr hacia el Este y el Mediterráneo, cual un afluente más del Ebro; el que no se haya extasiado ante el imafronte románico de Santo Domingo o los purísimos claustros, románicos también, de San Juan del Duero por bajo de la ciudad; el que no haya esparcido su vista desde la altura de los derruidos murallones del Monte Oria o Moría que domina a la “Soria pura, cabeza de Extremadura” de los viejos textos; el que, después de leer las iniciáticas leyendas de Bécker relativas al lejano Moncayo y al cercano Monte de las Animas, no haya recorrido a pie, por bajo de San Juan, la veguita entré, páramos que antaño fuese la opulenta huerta templaría de Santo Polo, junto a la cueva de San Saturio o San Saturno. No es español, en fin, el que, estando en Soria, no se ha alargado unos kilómetros más allá visitando las ruinas de Numancia —la ciudad de Numa, la mágica urbe celtíbera— o las romanas de Uxama y Termancia, no lejos de Burgo de Osma.
¿Y qué decir del Duero mismo, río que aquende los montes de Urbión corre a más de mil metros sobre el nivel del mar, al que ha de bajar luego en Oporto? El es un río digno por este solo hecho de ser parangonado con el Indo, que corre a más de tres mil metros entre el Thibet y el Indostán. El es, además, el río de mayor y más elevada cuenca de toda la Península, porque, incluyendo en ella la del Mondego, su afluente portugués, es de 113.000 kilómetros cuadrados, en cuya extensión, superior casi a la del Tajo y el Guadiana juntos, se arborizan a derecha e izquierda el Duratón, el Arlanzón y el Arlanza; el Eresma, el Adajay el Pisuerga; el Esla y el Tormes, haciéndole deslizarse a veces dulce y melancólico, a veces estrepitoso, con esa misma tristeza del Tarín tibetano al norte de los Himalayas, haciendo resaltar el admirable dicho de Boris de Saint Vincent de que “en sus soledades esteparias, en sus páramos-mesetas de 700 a 1.400 metros de altura, donde sólo en julio y agosto deja de bajar por la noche el termómetro a los cero grados, para subir durante el día hasta los 60, podríamos, en plena Europa, creernos transportados a los vastos desiertos de la Tartaria.
Un río, sí, todo historia, e historia caballeresca es el “Río de Oro” o Duero, desde que nace en Urbión hasta que desagua en Portugal, o sea en el Portus-Kali, o “viejo puerto”, que ha dado nombre a la nación vecina. Y los nombres de aquellos afluentes son del abolengo ario o parsi más puro: el Ar-lanza, el Arlanzón, junto a Burgos; el Pi-sarga o Pisuerga de Palencia y Valladolid; el Eresrna y el Ad-aja abulosegovíanos; el Esla leonés, y el Tormes o Tormenes salmantino, por bajo de la judaica Zamora, justificando el dicho que en sus labios pone el vulgo de “soy Duero, que todas las aguas bebo…”
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