Sancho IV

Bodas regias en Soria (3): Jaime II de Aragón e Isabel de Castilla y Pactos de Monteagudo-Soria

By  | 

Texto tomado del segundo tomo de la obra “Sancho IV de Castilla” de Mercedes Gaibrois de Ballesteros.

Paces de Monteagudo y Soria, y esponsales de Jaime II de Aragón e infanta Isabel de Castilla

 (De la obra Historia del reinado de Sancho IV de Castilla / por Mercedes Gaibrois de Ballesteros, Madrid : Tip. de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1922-1928)

Jaime desembarcara en Barcelona a principios de agosto: el pacto de armisticio y el acuerdo de una entrevista en Monteagudo para fin de noviembre de 1291 .

Al llegar don Jaime II a sus reinos y encontrar rescoldos de la guerra con Castilla a causa del apoyo prestado por Alfonso III a los infantes de la Cerda, «veen que por esta rao no devia esser en guerra ab lo dit rey don Sanxo qui es cosi germá seu, maná per ses fronteres que mal no fos fet en Castella, e lo dit rey don Sanxo maná atretal que mal no fos fet en Aragó».

De este modo, mientras en Ciudad Rodrigo se firmaba el tratado con Portugal, Sancho y Jaime ordenaban en sus fronteras la suspensión de hostilidades, expidiendo el aragonés varias disposiciones en este sentido los días 15, 17 y 19 de septiembre, en que aludía a la reciprocidad con el castellano, que también había mandado «quod nullum dampnorum inferretis deietero regno nostro, seu gentibus terre nostre». La razón del armisticio se consigna en aquellas cartas, considerando Jaime el parentesco que le une con don Sancho, y además porque «inter nos et dictum Regem Castelle nulla fuit dissentio, nec est»; de modo que si entre ellos no hubo ni había ninguna disensión, la vía estaba franca para firmar alianzas (2).

Aquel armisticio era el preludio de la paz, pues, como dice un relato catalán, entonces se cambiaron diversas cartas entre los dos monarcas, «e missatges vengren de laun al altre per creximent d’amor et d’amistat». Amor y amistad que entrañaban prosperidades y bienandanzas. Los felices embajadores que dieron cima «a lo fet d’amor» fueron don Alemán de Gudal y don Lope Ferrench de Luna, a quien sin duda escogió Jaime II como persona grata al castellano. La base del proyecto de paces sería el matrimonio de Jaime con la primogénita de don Sancho, la infantita Isabel, que entonces era niña (1).

Al propio tiempo que Sancho IV abría el ánimo a la esperanza mirando hacia Aragón, recibía noticias alarmantes de Andalucía, donde quizás por un descuido de la escuadra cristiana había pasado un cuerpo de ejército benimerín que ponía cerco a Vejer (septiembre 1291). El castellano, confiando en que sus huestes defenderían la villa sitiada, no piensa por el momento sino en consolidar la paz con Aragón, cimentando así su fuerza para dedicarse luego por entero a la lucha contra el infiel, foco central de todas sus preocupaciones.

El rey parte de Toro en octubre, y al comenzar noviembre está en Medina del Campo, donde había convocado importante asamblea solicitando de los prelados su auxilio pecuniario para acudir a la guerra en Andalucía; a la regia petición respondieron los obispos con un millón cuatrocientos mil maravedís. Además Sancho IV, de los servicios que «los de la su tierra» le prometieran en las Cortes de Haro por diez años, «pagó a todos sus fijosdalgo», muy acertada medida cuando precisaría su cooperación en las empresas que proyectaba.

Luego sigue Sancho su marcha a la frontera aragonesa con la misma ansiedad con que en 1290 hiciera el viaje hacia Francia, esperando cosechar en Monteagudo los mismos frutos que lograra en Bayona.

Por fin Sancho llega a Soria, mientras Jaime aguarda en Calatayud rodeado de muchos ricoshombres, prelados y caballeros, pues ambos reyes «esforçaranse de venir a la vista com pus honrradament poguesen»; pero en cuanto don Jaime sabe que el rey de Castilla está en Soria con la reina María, el infante don Juan y muchos nobles caballeros, decide «per sa cortesía e per honor de la regina», ir a Soria antes que ellos vayan a Calatayud; entonces, el rey don Sancho, también muy galante, al informarse de esto quiere acudir al encuentro de su amabilísimo primo, y mientras el uno sale de Ariza, el otro parte de Monteagudo, encontrándose a mitad de camino el miércoles 28 de noviembre en la propia frontera.

La primera entrevista no podía ser más cordial; para saludarse «se abrassaren es besaren es reeberen ab gran goij, et refer maren lur amor et les páraules qui eren emprises».

Aquella entrevista tuvo casi carácter íntimo, pues tan sólo asistió como ricohombre el aragonés don Pedro Fernández, porque los otros caballeros de ambos reinos no alcanzaron a llegar aquel día por premuras de tiempo. Luego se tornaron el aragonés para Ariza y Sancho a Monteagudo, hasta el día siguiente, jueves, que de mañana volvieron a reunirse.

Aquel jueves, 29 de noviembre, se firmó en Monteagudo el tratado de alianza entre Aragón y Castilla, cuya unión se estrechaba por el matrimonio de Jaime II con la infanta doña Isabel, hija de Sancho el Bravo, la cual sólo contaba a la sazón ocho años de edad, acordándose que Jaime fuera a Soria en busca de su prometida el sábado siguiente.

En la paz de Monteagudo se estipulaba que fueran recíprocamente los monarcas de Aragón y Castilla “amigos de amigos y enemigos de enemigos”, no debiendo acoger en sus respectivos reinos a ningún ricohombre o caballero sin previo consentimiento de su soberano; en esta excepción debió contarse a don Diego López de Haro, que desde la tragedia de Alfaro residía en Aragón, donde ha de continuar con beneplácito de don Sancho.

Los reyes de Castilla y Aragón se obligaban mutuamente a ayudarse en caso de guerra contra Francia; a mantener lo convenido con Pedro III «sobrel fecho de Navarra»; a no pactar con Roma, Francia, «nin con otra persona con la qual ayamos guerra», sin previo acuerdo entre ellos; y a acudir en persona cuando cada uno lo requiriese del otro, excepto «si fuésemos enfermos de tal enfermedad que personalmentre yr non pudiésemos», o si su tierra fuera invadida por más de mil hombres de a caballo, enviando entonces en auxilio del solicitante, quinientos jinetes, a su costa, durante cuatro meses, siempre que se avisase con dos meses de anticipación.

Jaime II se comprometía con Sancho a mandarle la mencionada caballería, «o veynte galeas armadas bien et complidamientre, pagadas por los quatro meses qual uos más quisieredes», añadiendo: «et esto ponemos et dexámosló a uestra escogencia». Además prometía no libertar a los hijos de Carlos, príncipe de Salerno, que estaban presos en Aragón, sin consentimiento de Sancho IV. Para garantizar los pactos debían entregar cada uno de los reyes diez castillos en rehenes, y hacer pleito homenaje diez ricoshombres de cada reino.

Firmado en Monteagudo el tratado preliminar, los reyes emprenden camino, albergándose aquella noche en Serón, y al viernes siguiente en Soria, donde se reúnen con la reina María y la infanta Isabel.

El sábado 1.° de diciembre, en la ciudad castellana, se celebran «ab gran honor», las bodas de Jaime II de Aragón con la infantita Isabel, quien, acompañada por su ama doña María Fernández Coronel, tendría que esperar en el reino de su futuro esposo hasta llegar a la edad núbil. Este mismo día, para mayor seguridad de la alianza, entre ambos reinos, se firmaron cuantas cartas creyeron convenientes respecto a los diversos extremos acordados, confirmando, ampliando y puntualizando compromisos y condiciones.

Además, como algunos se ‘maravillasen’ de que el matrimonio de Jaime e Isabel se efectuase sin dispensa del Papa respecto al parentesco, se hizo constar en el contrato matrimonial que los móviles de esta unión eran la defensa de la cristiandad en vista de que los enemigos de la fe aprovechaban las discordias de los príncipes cristianos para extender la ley barbárica, pues, como decían, en ningún «temps la cristiandad no fo en mayor peril que en est temps era», tomadas entonces Trípoli y San Juan de Acre por el Soldán, que también pretendía apoderarse de Chipre; y cuando, por la guerra entre Aragón y Castilla, «los moros d’Africa eren passats dega en Espanya ben XV milia homens a caval o plus ab lo rey de Morrocs, et conquerien la térra a gran poder».

Por eso en los tratados se decía que los reyes «encendidos en el amor de la fe cristiana» y reconociendo que por la discordia entre ellos «Espagna era departida et osadía era dada et crecida a los moros» en su empeño de desterrar «la santa fe de Nuestro Sennor Jesucristo, et poblar et plantar la secta barbárica», decidían Jaime y Sancho aliarse «a reformamiento de uerdadero amor et de verdadera paz».

Jaime dió como arras a su prometida las rentas y jurisdicción de Calatayud, Algecira, Morella y Cervera y otros derechos en Sicilia y Valencia, mientras le entregaba las ciudades de Huesca y Gerona y las montañas de Prades, que tenía la reina madre doña Constanza, y demás lugares que solían darse a las reinas de Aragón. Don Sancho otorgaba por dote a su hija las rentas y derechos de Guadalajara, Hita y Aellón. Para mayor firmeza de todo esto, Jaime dió en rehenes veinte castillos a don Sancho, y éste al aragonés le daba diez; además se convino que diez ricoshombres castellanos y otros diez aragoneses. Libres por sus soberanos de todo juramento, hicieran homenaje los primeros a Jaime y los segundos a Sancho, comprometiéndose a hacer guardar lo estipulado en Monteagudo y Soria.

Por parte de Sancho IV fueron designados su hermano el infante don Juan; don Juan Manuel, entonces mozo, que sería luego tan célebre literato, haciendo homenaje por él, Gómez Fernández de Horozco; don Juan Núñez el Mayor; don Juan Alfonso de Haro; don Juan Alfonso de Alburquerque; don Juan Núñez el Mozo, señor de Molina, que estaba ausente; don Juan Fernández de Limia; don Ñuño y don Pedro Díaz de Castañeda, hacía poco almirantes de Castilla, y un hijo de Fernán Pérez Ponce.

Los nobles aragoneses eran: el infante don Pedro, hermano del rey; el conde de Pallars; Ramón Folch, vizconde de Cardona; don Jaime de Exerica; don Artal de Alagón; don Pedro Ferrándiz; don Jimeno de Urrea; don Bernal Guillén de Entenza; don Atho de Foces y don Sancho de Antillón.

Luego Sancho I V deseando mostrar su buena voluntad hacia don Jaime, le da la carta plomada de la cesión de Albarracín a la Corona de Aragón hecha en tiempo de Alfonso X, sin reparar que con esto podría dar motivo de disgusto a don Juan Núñez de Lara.

En cuanto a los musulmanes, Jaime I I se somete a seguir la política de Castilla, como se verá más adelante. También se marcan entonces los límites de expansión en Africa, importante acuerdo, revelador de las miras de ambos reyes, y por el cual, tomando como línea de partida el río Mulaya, le correspondía a Castilla la conquista territorial desde el Muluya hacia Ceuta, y al reino aragonés la comarca opuesta en dirección de Bugia y Túnez.

Después de permanecer los monarcas reunidos nueve días en Soria, el rey de Aragón invita a los castellanos para que vayan a Calatayud, donde a los tres días de viaje, el miércoles 12 de diciembre, «ab gran honor foren reebutz» Jaime y sus huéspedes Sancho IV, la reina María, «et donna Isabel fila sua, regina Daragó», habiendo acudido allí para esperarles «molts rics homens Daragó et de Catalunya».

Jaime II se esmeraba en prodigar las mayores atenciones a sus «Karissimi soceri» [querídísimo suegros] y a todo el cortejo, obsequiándoles espléndidamente. Según cuenta Muntaner, don Jaime les ofrecía de «totes quantes viandes e coses hom hagues ne nomear pogues… tat bastant que non podien menjar nengún», y las plazas estaban tan surtidas «que tots los castellans e gallegos e altres genst moltes que hi havia sen maravellasen».

Un día comía don Jaime en la posada de Sancho, y al otro iban los reyes de Castilla a la de su yerno, muy corteses y afectuosos; y la «festa era tant que tots jorns se feya, que aço eran gran maravella de vaer».

Entre los festejos habría uno en verdad excepcional: las justas del gran almirante Roger de Lauria que «per honor del rey de Castella e de la regina feu cridar taula redona  a Calatayu». La expectación era extraordinaria entre la lucida caballería allí congregada. El victorioso marino gozaba de brillantísima reputación, y los castellanos, ansiosos de conocerle, andaban preguntando: «¿Cuál es el almirante del rey de Aragón, a quien Dios ha hecho tanto honor?», de modo que Lauria siempre llevaba detrás como honrosa comitiva, numerosos caballeros.

… Estando en Calatayud, en medio de todas las fiestas, prosiguen las deliberaciones políticas entre suegro y yerno, unidos en estrecha alianza.

 

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.